En La oración
contemplativa,
obra a la que pertenece el capítulo XV, Thomas Merton nos lleva al corazón de la
contemplación: «Debemos
dejarnos llevar desnudos e inermes al centro de ese pavor en el que nos encontramos solos frente a Dios, en nuestra nada sin explicación, completamente
dependientes de su providencia, en una necesidad apremiante del don de su
gracia, su perdón y la luz de la fe…», porque «la verdadera contemplación no es un truco
psicológico, sino una gracia teologal».
XV
La oración contemplativa es, en cierto modo,
simplemente la preferencia por el desierto, el vacío, la pobreza. Cuando uno
ha conocido el sentido de la contemplación, intuitiva y espontáneamente busca
el sendero oscuro y desconocido de la aridez con preferencia a ningún otro. El
contemplativo es el que más bien desconoce que conoce, más bien no goza que
goza, y el que más bien no tiene pruebas de que Dios le ama. Acepta el amor de
Dios en fe, en desafío a toda evidencia aparente. Ésta es una condición
necesaria, y muy paradójica, para la experiencia mística de la realidad de la
presencia de Dios y de su amor para con nosotros. Sólo cuando somos capaces de «dejar que salgan» todas las cosas de
nuestro interior, todos los deseos de ver, saber, gustar y experimentar la
presencia de Dios, entonces es cuando realmente nos hacemos capaces de
experimentar la presencia con una convicción y una realidad abrumadoras, que
revolucionan toda nuestra vida interior.
Walter Hilton, un místico inglés del siglo
catorce dice en su Scale of Perfection:
Es mucho mejor ser
separado de la visión del mundo en esta noche oscura, por muy penoso que eso
pueda resultar, que morar fuera, ocupado en los falsos placeres del mundo…
Porque cuando estás en esa noche, te encuentras mucho más cerca de Jerusalén
que cuando estás en la falsa luz. Abre tu corazón al movimiento de la gracia y
acostúmbrate a residir en esta oscuridad, intenta familiarizarte con ella y encontrarás
rápidamente que la paz, y la verdadera luz de la comprensión espiritual
inundarán tu alma…
La
contemplación es esencialmente una escucha en el silencio, una expectación. Y
también, en cierto sentido, debemos empezar a escuchar a Dios cuando hemos terminado
de escuchar. ¿Cuál es la explicación de esta paradoja? Quizá que hay una clase
de escucha más elevada, que no es una atención a la longitud de cierta onda,
una receptividad para cierto mensaje, sino un vacío que espera realizar la
plenitud del mensaje de Dios dentro de su aparente vacío. En otras palabras, el verdadero contemplativo no es el que
prepara su mente para un mensaje particular, que él quiere o espera escuchar,
sino el que permanece vacío porque sabe que nunca puede esperar o anticipar la
palabra que transformará su oscuridad en luz. Ni siquiera llega a anticipar
una clase especial de transformación. No pide la luz en vez de la oscuridad.
Espera la Palabra de Dios en silencio, y cuando es “respondido”, no es tanto
por una palabra que brota del silencio. Es por su silencio mismo cuando de
repente, inexplicablemente revelándose a él como la palabra de máximo poder,
llena de la voz de Dios.

Pero no debemos aceptar una visión puramente
quietista de la oración contemplativa. No es mera negación. Nadie se convierte
en contemplativo sencillamente por «oscurecer» las realidades sensibles, y
permanecer solo consigo mismo en la oscuridad. En primer lugar, uno que hace
eso como un montaje, a propósito, como conclusión de un razonamiento práctico
sobre el tema, y sin una vocación interior, sencillamente entra en una
oscuridad artificial que se ha fabricado él mismo. No está solo con Dios, sino solo consigo mismo. No está en presencia
del Único Trascendente, sino de un ídolo, el de su propia identidad complaciente.
Se ve inmerso y perdido en sí mismo, en un estado de narcisismo inerte,
primitivo e infantil. Su vida es «nada» no en el sentido misterioso, dinámico,
en el que la nada del místico es paradójicamente el todo de Dios. Es
sencillamente la nada de un ser finito, abandonado a sí mismo en su propia
trivialidad.
Los místicos renanos del siglo catorce
tuvieron que luchar contra muchas formas heréticas de contemplación y contra la
pasividad de la voluntad propia, arbitraria, de los que abrazaban la forma
quietista de oración de una manera sistemática, dedicándose a cultivar
simplemente la inercia como si ella fuera, por sí misma, suficiente para
resolver los problemas. De ésos dice Tauler:
Estas personas han
entrado en un camino sin salida. Confían totalmente en su inteligencia natural
y están totalmente orgullosos de ellos mismos al hacerlo. Nada saben de las
profundidades y riquezas de la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Ni siquiera
han formado sus propias naturalezas por el ejercicio de la virtud y no han
avanzado en los caminos del verdadero amor. Confían exclusivamente en la luz de
su razón y en su falsa pasividad espiritual.
El problema que entraña el racionalismo es que
se engaña a sí mismo en su racionalización y manipulación de la realidad. Hace culto
del «permanecer sin moverse», como si eso en si mismo tuviera un poder mágico
para resolver todos los problemas y llevar al hombre al contacto con Dios. Pero
de hecho es sencillamente una evasión. Es una falta de honradez y seriedad, una
banalidad con la gracia y una huida de Dios. Esto es realmente el «quietismo
puro». Pero, ¿podemos decir que algo semejante existe en nuestros días?
El quietismo absoluto no es un peligro
omnipresente en el mundo de nuestro tiempo. Para ser un quietista absoluto, uno
tendría que hacer esfuerzos heroicos para permanecer sin hacer nada, y tales
esfuerzos están más allá del poder de la mayoría de nosotros. Sin embargo,
existe una tentación de una clase de pseudoquietismo que afecta a los que han
leído libros sobre el misticismo sin entenderlos en absoluto. Y eso los lleva a
una vida espiritual deliberadamente negativa, que no es más que una dejación de
la oración, por ninguna otra razón que por la de imaginar que, dejando de ser
activo, uno entra en la contemplación. Eso lleva en realidad a la persona a
estar vacía, sin una vida espiritual, interior, en la que las distracciones y
los impulsos emocionales gradualmente los afirman a expensas de toda actividad
madura, equilibrada, de la mente y el corazón. Persistir en esta situación de
paréntesis puede llegar a ser muy perjudicial espiritual, moral y mentalmente.
El que sigue los caminos ordinarios de la
oración, sin prejuicio alguno y sin complicaciones, será capaz de disponerse
mucho mejor para recibir su vocación a la oración contemplativa a su debido
tiempo, dando por sabido que le llegará su momento.
La
verdadera contemplación no es un truco psicológico, sino una gracia teologal.
Sólo nos viene en forma de un regalo, y no como resultado de nuestro empleo
inteligente de técnicas espirituales. La lógica del quietismo
es una lógica puramente humana, en la cual dos más dos son cuatro.
Desgraciadamente, la lógica de la oración contemplativa es de un orden
enteramente diferente. Está más allá del dominio estricto de causa y efecto,
porque pertenece enteramente al amor, a la libertad, a los desposorios
espirituales. En la verdadera
contemplación no hay «razón por la que» el vacío nos deba llevar necesariamente
a ver a Dios cara a cara. Ese vacío nos puede llevar de la misma manera a
encontrarnos cara a cara con el demonio, y de hecho a veces lo hace. Es parte
del riesgo de este desierto espiritual. La única garantía contra el
enfrentamiento con el demonio en la oscuridad, si es que podemos hablar
realmente de algún tipo de garantía, es simplemente nuestra esperanza en Dios,
nuestra confianza en su voz, en su misericordia.

Ha quedado claro que el camino de la contemplación no es de ninguna manera una «técnica»
deliberada de vaciarse uno mismo, para conseguir una experiencia esotérica. Es
una respuesta paradójica a la llamada de Dios casi incomprensible, lanzándonos
a la soledad, zambulléndonos en la oscuridad y el silencio, no para
retirarnos y protegernos del peligro, sino para llevarnos a salvo a través de
peligros desconocidos, por un milagro de su amor y de su poder.
El
camino de la contemplación no es, de hecho, camino alguno. Cristo es el único
camino, y él es invisible. El «desierto» de la contemplación es sencillamente
una metáfora para explicar el estado de vacío que experimentamos cuando hemos
abandonado todos los caminos, nos hemos olvidado de nosotros mismos y hemos
tomado a Cristo invisible como nuestro camino. Como dice san Juan dela Cruz:
Y así grandemente se
estorba un alma para venir a este alto estado de unión con Dios, cuando se ase
a algún entender, o sentir, o imaginar, o parecer, o voluntad, o modo suyo, o
cualquiera otra obra o cosa propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo
ello… Por tanto, en este camino, el entrar en camino es dejar su camino; o por
mejor decir, es pasar al término y dejar su modo, es entrar en lo que no tiene
modo, que es Dios. Porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos,
ni maneras, ni menos se ase ni puede asir a ellos… aunque en sí encierra todos
los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo.
Esto podría completarse con las palabras que
siguen de John Tauler:
Cuando hemos probado esto
en la auténtica profundidad de nuestras almas, nos hace hundirnos y
disolver-nos en nuestra nada y pequeñez. Cuanto más brillante y más pura es la
luz que se derrama en nosotros por la grandeza de Dios, tanto más claramente
veremos nuestra nada y pequeñez. En realidad así es cómo podemos discernir la
autenticidad de esta iluminación. Porque es el brillo divino de Dios en lo más
profundo de nuestro ser, no por medio de imágenes, no por medio de nuestras
facultades, sino en las auténticas profundidades de nuestras almas. Su efecto
será hundirnos más y más en nuestra propia nada.
Se pueden sacar dos sencillas conclusiones de
todo esto. Primero, que la contemplación
es la culminación de la vida cristiana de oración, porque el Señor no desea
nada de nosotros más que convertirse él mismo en nuestro «camino», en nuestra
«verdadera vida». Esta es la única finalidad de su venida a la tierra para
buscarnos, para poder elevarnos, juntamente con él, al Padre. Sólo en él y con
él podemos alcanzar al Padre invisible, al que nadie podrá ver y seguir
viviendo. Muriendo a nosotros mismos, y a todas las «maneras», «lógicas» y
«métodos» propios nuestros, podemos ser contados entre aquellos a los que la
misericordia del Padre ha llamado a sí en Cristo. Pero la otra conclusión es
igualmente importante. Ninguna lógica propia puede conseguir esta
transformación de nuestra vida interior. No
podemos argumentar que el «vacío» es igual a la “presencia de Dios”, y luego
sentarnos tranquilamente para conseguir la presencia de Dios vaciando nuestras
almas de toda imagen. No es cuestión de lógica ni de causa y efecto.
Tampoco es cuestión de deseo, o de una empresa proyectada, o de nuestra propia
técnica espiritual.
Todo el
misterio de la oración contemplativa simple es un misterio de amor divino, de
vocación personal y de don gratuito. Esto, y sólo esto, consigue el verdadero
«vacío», en el que ya nada queda de nosotros mismos.
Un
vacío deliberadamente cultivado, para llenar una ambición espiritual no
responde en absoluto al concepto de vacío espiritual. Es la plenitud de uno
mismo. Tan lleno que la Luz de Dios no tiene sitio alguno por donde poder
penetrar. No hay grieta ni rincón abandonado donde algo pueda encajarse
en ese duro corazón, fruto de la autoabsorción, que es nuestra opción de vivir
centrados en nuestro propio ser. Y, en consecuencia, cualquiera que aspire a
convertirse en contemplativo debe pensarlo dos veces antes de ponerse en
camino. Quizá la mejor forma de convertirse en contemplativo seria desear con
todo el corazón ser cualquier cosa menos contemplativo. ¿Quién sabe?
Pero, naturalmente, tampoco eso es verdad. En la vida contemplativa, ni el deseo ni el
rechazo del deseo es lo que cuenta, sino sólo aquel “deseo” que es una forma de
“vacío”, que asiente con lo desconocido y avanza tranquilamente por donde no ve
camino alguno. Todas las paradojas acerca del camino contemplativo se
reducen a ésta: estar sin deseos significa ser llevado por un deseo tan grande
que es incomprensible. Es demasiado grande para ser completamente sentido. Es
un deseo ciego, que parece un deseo de «la vaciedad», sólo porque nada puede
contentarlo. Y porque es capaz de descansar en la vaciedad, entonces,
relativamente hablando, descansa en la vaciedad. Pero no en una vaciedad como
tal, en una vaciedad por sí misma. Realmente no existe tal entidad como pura
vaciedad, y la vaciedad meramente negativa del falso contemplativo es una
«cosa», no la «nada». La «cosa» que se reduce a la oscuridad misma, de la cual
todos los demás seres están excluidos deliberadamente y por todos los medios.
Pero la verdadera vaciedad es la que
trasciende todas las cosas, y aún es inmanente a todas ellas. Porque lo que
parece vaciedad en este caso es puro ser. O al menos un filósofo podría
describirla así. Pero para el contemplativo es otra cosa. No es ni ésta ni
aquélla. Todo lo que digáis de ella es diferente a lo que se decía. Lo propio de la vaciedad, al menos para un
cristiano contemplativo, es puro amor, pura libertad. Amor que está libre
de todo, no determinado por nada, o visto en alguna clase de relación. Es un
compartir, a través del Espíritu Santo, en la infinita caridad de Dios. Y así, cuando
Jesús dijo a sus discípulos que amaran, se refería a una forma de amar tan
universal como la del Padre, que envía su lluvia lo mismo sobre justos que
sobre pecadores. “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.” Esta
pureza, libertad e indeterminación del amor es la auténtica esencia del
cristianismo. A esto aspira sobre todo la vida monástica.