“Entonces Jesús fue
llevado al desierto
por el Espíritu para
ser puesto a prueba por el diablo.
Jesús ayunó
cuarenta días con sus noches
y al final sintió hambre”.
(Mt. 4, 1-2)
El tiempo de
Cuaresma es la época en que la iglesia entera entra en un retiro extenso. Jesús
se fue al desierto durante cuarenta días y cuarenta noches. Tomar parte activa
y observar la Cuaresma es una participación en la soledad, en el silencio y en
las privaciones de Jesús.
El desierto
bíblico es considerado ante todo un lugar de purificación, un lugar de
tránsito. El desierto bíblico es, no tanto un sitio geográfico como tal, con
arena, rocas y maleza, sino un proceso de purificación interior que culmina en
la liberación del sistema del “falso yo” con sus programas de felicidad
inservibles que no funcionan.
Todo un
conjunto de preocupaciones egoístas se han acumulado alrededor de nuestras
necesidades instintivas hasta convertirlas en centros de energía fuentes de
motivación, alrededor de las cuales giran nuestras emociones, pensamientos y
patrones de comportamiento como los planetas giran alrededor del sol. Ya sea
consciente, o inconscientemente, estos programas de felicidad influyen en
nuestra visión del mundo y nuestra relación con Dios, con la naturaleza, con
los demás y con nosotros mismos. Esta es la situación que Jesús vino a sanar en
el desierto. Durante la Cuaresma nuestra labor consiste en enfrentarnos con
estos programas de felicidad y desprendernos de ellos.
Jesús nos
redimió de las consecuencias de nuestros programas de felicidad cuando las
experimentó en carne propia. Como ser humano, atravesó todas las etapas
prerracionales de la conciencia humana en su desarrollo: la inmersión total en
lo material; el surgimiento de un cuerpo independiente de los demás; y el
desarrollo de una conciencia conformista, con lo cual se quiere expresar una
exagerada identificación con el clan, con la nación, con etnia y con la
religión de cada uno.
Jesús aparece
en el desierto como el representante de la humanidad entera. Sufre en carne
propia la experiencia de los dilemas humanos en la más cruda intensidad. Por lo
tanto se vuelve vulnerable a las tentaciones de Satanás.
Satanás en
el Nuevo Testamento significa Enemigo o Adversario, un espíritu misterioso y
malvado que aparece como algo más que una mera personificación de nuestras
propias tendencias malignas. Dios permite las tentaciones para que podamos
confrontar nuestras propias tendencias malignas. Se llega al conocimiento de sí
mismo por experiencia; así se llegan a conocer las profundidades de su
debilidad como ser humano.
Jesús en el
desierto es tentado por medio de los instintos primitivos del ser humano.
Primero Satanás ataca la necesidad de
seguridad y supervivencia, es decir, el primero de los centros de energía. “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras
se conviertan en panes”. Su respuesta a la sugerencia de Satanás es que él
no es el que debe preocuparse por protegerse y salvarse; es problema de su
Padre que tiene que proveer lo necesario para él. Dios promete cuidar de todo
el que confíe en Él.
El diablo traslada
después a Jesús a la ciudad santa, lo pone sobre el parapeto del Templo y le
sugiere: “Si eres Hijo de Dios, tírate
abajo, porque está escrito: sus ángeles te llevarán en volandas”. Lo que
está diciendo es que si Jesús es el Hijo de Dios, que manifieste su poder con
algo milagroso, que se tire de ese rascacielos, y que cuando se levante y salga
andando, todos se deslumbrarán y lo verán como un hombre extraordinario. Esta
tentación es la de obtener fama, amor y
admiración pública.
El afecto y
la estima constituyen el centro de gravedad del segundo centro de energía. Todo
el mundo necesita una cierta dosis de aceptación y respaldo. Si en el
transcurso de los años que comprenden desde la infancia a la edad adulta no se
le presta la debida atención a estas necesidades, la persona busca
satisfacciones que compensen la falta de aquello de lo que uno se vio privado
en la tierna infancia, lo cual puede ser real o imaginario. Cuanto mayor haya
sido la privación, tanto mayor será el dinamismo neurótico para compensarla.
El tercer
centro de energía es el deseo de
controlarlo todo y de dominar a los demás. “Todo esto te daré si te postras y me adoras”. La tentación de
adorar a Satanás a cambio de símbolos de poder ilimitado es el último esfuerzo
del “falso yo” para lograr inmortalidad e invulnerabilidad por sus propios
medios. Adorar a Dios es el antídoto para el orgullo y para la codicia del
poder. El camino de la verdadera felicidad es servir a los demás, no
dominarlos.
Vemos
entonces que Jesús experimentó personalmente las tentaciones dirigidas a los
primeros tres centros de energía. En cada Cuaresma nos invita a que nos unamos
a Él en el desierto y compartamos las pruebas a que se vio sometido. Los
sacrificios durante la Cuaresma están encaminados a ayudarnos a reducir nuestra
inversión emotiva en los programas de nuestra tierna infancia. El objetivo
final de la observación de la Cuaresma es liberarse totalmente del sistema del “falso yo”. La meta de este proceso culmina el día de la Pascua de Resurrección. La
más importante de todas las observaciones durante la Cuaresma es confrontar el “falso yo”. El ayuno, la oración y la limosna están al servicio de este proyecto. A
medida que desmantelamos nuestros programas emotivos de felicidad, se van
venciendo los obstáculos a la vida de Jesús resucitado, y nuestros corazones
estarán preparados para recibir la infusión de vida divina que nos trae la
Pascua de Resurrección.
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