viernes, 28 de febrero de 2020

El desierto de Jesús






“Entonces Jesús fue llevado al desierto
por el Espíritu para ser puesto a prueba por el diablo.
Jesús ayunó cuarenta días con sus noches
 y al final sintió hambre”.
(Mt. 4, 1-2)

El tiempo de Cuaresma es la época en que la iglesia entera entra en un retiro extenso. Jesús se fue al desierto durante cuarenta días y cuarenta noches. Tomar parte activa y observar la Cuaresma es una participación en la soledad, en el silencio y en las privaciones de Jesús.
El desierto bíblico es considerado ante todo un lugar de purificación, un lugar de tránsito. El desierto bíblico es, no tanto un sitio geográfico como tal, con arena, rocas y maleza, sino un proceso de purificación interior que culmina en la liberación del sistema del “falso yo” con sus programas de felicidad inservibles que no funcionan.
Todo un conjunto de preocupaciones egoístas se han acumulado alrededor de nuestras necesidades instintivas hasta convertirlas en centros de energía fuentes de motivación, alrededor de las cuales giran nuestras emociones, pensamientos y patrones de comportamiento como los planetas giran alrededor del sol. Ya sea consciente, o inconscientemente, estos programas de felicidad influyen en nuestra visión del mundo y nuestra relación con Dios, con la naturaleza, con los demás y con nosotros mismos. Esta es la situación que Jesús vino a sanar en el desierto. Durante la Cuaresma nuestra labor consiste en enfrentarnos con estos programas de felicidad y desprendernos de ellos.
Jesús nos redimió de las consecuencias de nuestros programas de felicidad cuando las experimentó en carne propia. Como ser humano, atravesó todas las etapas prerracionales de la conciencia humana en su desarrollo: la inmersión total en lo material; el surgimiento de un cuerpo independiente de los demás; y el desarrollo de una conciencia conformista, con lo cual se quiere expresar una exagerada identificación con el clan, con la nación, con etnia y con la religión de cada uno.
Jesús aparece en el desierto como el representante de la humanidad entera. Sufre en carne propia la experiencia de los dilemas humanos en la más cruda intensidad. Por lo tanto se vuelve vulnerable a las tentaciones de Satanás.
Satanás en el Nuevo Testamento significa Enemigo o Adversario, un espíritu misterioso y malvado que aparece como algo más que una mera personificación de nuestras propias tendencias malignas. Dios permite las tentaciones para que podamos confrontar nuestras propias tendencias malignas. Se llega al conocimiento de sí mismo por experiencia; así se llegan a conocer las profundidades de su debilidad como ser humano.
Jesús en el desierto es tentado por medio de los instintos primitivos del ser humano. Primero Satanás ataca la necesidad de seguridad y supervivencia, es decir, el primero de los centros de energía. “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. Su respuesta a la sugerencia de Satanás es que él no es el que debe preocuparse por protegerse y salvarse; es problema de su Padre que tiene que proveer lo necesario para él. Dios promete cuidar de todo el que confíe en Él.
El diablo traslada después a Jesús a la ciudad santa, lo pone sobre el parapeto del Templo y le sugiere: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: sus ángeles te llevarán en volandas”. Lo que está diciendo es que si Jesús es el Hijo de Dios, que manifieste su poder con algo milagroso, que se tire de ese rascacielos, y que cuando se levante y salga andando, todos se deslumbrarán y lo verán como un hombre extraordinario. Esta tentación es la de obtener fama, amor y admiración pública.
El afecto y la estima constituyen el centro de gravedad del segundo centro de energía. Todo el mundo necesita una cierta dosis de aceptación y respaldo. Si en el transcurso de los años que comprenden desde la infancia a la edad adulta no se le presta la debida atención a estas necesidades, la persona busca satisfacciones que compensen la falta de aquello de lo que uno se vio privado en la tierna infancia, lo cual puede ser real o imaginario. Cuanto mayor haya sido la privación, tanto mayor será el dinamismo neurótico para compensarla.
El tercer centro de energía es el deseo de controlarlo todo y de dominar a los demás. “Todo esto te daré si te postras y me adoras”. La tentación de adorar a Satanás a cambio de símbolos de poder ilimitado es el último esfuerzo del “falso yo” para lograr inmortalidad e invulnerabilidad por sus propios medios. Adorar a Dios es el antídoto para el orgullo y para la codicia del poder. El camino de la verdadera felicidad es servir a los demás, no dominarlos.
Vemos entonces que Jesús experimentó personalmente las tentaciones dirigidas a los primeros tres centros de energía. En cada Cuaresma nos invita a que nos unamos a Él en el desierto y compartamos las pruebas a que se vio sometido. Los sacrificios durante la Cuaresma están encaminados a ayudarnos a reducir nuestra inversión emotiva en los programas de nuestra tierna infancia. El objetivo final de la observación de la Cuaresma es liberarse totalmente del sistema del “falso yo”. La meta de este proceso culmina el día de la Pascua de Resurrección. La más importante de todas las observaciones durante la Cuaresma es confrontar el “falso yo”. El ayuno, la oración y la limosna están al servicio de este proyecto. A medida que desmantelamos nuestros programas emotivos de felicidad, se van venciendo los obstáculos a la vida de Jesús resucitado, y nuestros corazones estarán preparados para recibir la infusión de vida divina que nos trae la Pascua de Resurrección.



No hay comentarios:

Publicar un comentario