A
Dios no tenemos que mostrarle nada: ni pensamientos edificantes ni sentimientos
piadosos.
Estamos, sencillamente, delante de él y guardamos silencio.
Mantenemos nuestro corazón vacío en su presencia para dejar que nos colme de su amor indecible e indescriptible con palabras.
Guardamos silencio delante de Dios y esperamos. No sabemos si Dios vendrá y nos acogerá. Sólo sabemos por la fe que Dios está ahí, aunque no lo experimentemos. Persistir y esperar, mantener también la no-experiencia en la oración, abandonar la tierra firme de los pensamientos y las imágenes, entregarse al amor de Dios, abrirse a la presencia de Dios, sin tener la certeza de que vamos a percibir algo de ella…: en eso consiste el silencio.
Estamos, sencillamente, delante de él y guardamos silencio.
Mantenemos nuestro corazón vacío en su presencia para dejar que nos colme de su amor indecible e indescriptible con palabras.
Guardamos silencio delante de Dios y esperamos. No sabemos si Dios vendrá y nos acogerá. Sólo sabemos por la fe que Dios está ahí, aunque no lo experimentemos. Persistir y esperar, mantener también la no-experiencia en la oración, abandonar la tierra firme de los pensamientos y las imágenes, entregarse al amor de Dios, abrirse a la presencia de Dios, sin tener la certeza de que vamos a percibir algo de ella…: en eso consiste el silencio.
Es
un silencio de la experiencia y, a la vez, de la no-experiencia; un silencio
henchido de sensibilidad para con la proximidad de Dios y un silencio vaciado
de todos los pensamientos y sentimientos humanos; un silencio situado más allá
de la experiencia; un silencio que se desentiende de sí mismo y de toda
búsqueda de la experiencia y se abandona, confiado, en los brazos de Dios.
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