sábado, 14 de marzo de 2020

Cuaresma: sanar el sistema del "falso yo"






“El tiempo se ha cumplido y el Reino de  Dios ha llegado;
convertíos y creed en la Buena Nueva”.
(Mc. 1, 12-15)

De nuevo hay un largo período de preparación (Cuaresma, cuarenta días) antes de la festividad principal, que es la Pascua de Resurrección.
La Pascua de Resurrección, con su gracia de resurrección interior, es la curación radical de la condición humana. La Cuaresma, que nos prepara para esta gracia, trata lo que necesita curación.
De acuerdo con la evidencia que nos proporciona la psicología del desarrollo, cada ser humano recapitula las etapas preracionales del desarrollo hacia la plena conciencia reflexiva, por las cuales ha pasado la humanidad entera en su ascenso evolutivo. Durante sus primeros seis meses, el niño está sumergido en la naturaleza y no tiene noción de ser una entidad independiente. A medida que el niño comienza a diferenciar su propio cuerpo de lo que le rodea, su vida emotiva se concentra alrededor de sus impulsos por obtener seguridad y supervivencia, afecto y estima, y poder y control. Las imágenes, reacciones emotivas y el comportamiento gravitan alrededor de estas necesidades instintivas y crean programas que el ser humano ha elaborado y defiende a toda costa porque cree que le traerán la felicidad (o le evitarán la infelicidad). Esto es lo que llamamos centros de energía. Cuando el niño recibe el don de expresarse verbalmente, empieza a interiorizar los valores de los padres, de sus compañeros y de la sociedad que lo rodea, llegando a imaginarse, a valorarse y a apreciarse a sí mismo de acuerdo a los valores y expectativas del grupo.
Cuanto más el niño se sienta privado de la satisfacción de sus necesidades instintivas, tanto más empleará su energía en elaborar programas emotivos diseñados para satisfacer alguna o todas esas necesidades. Cuando estos programas de felicidad se frustran, surgen instantáneamente emociones aflictivas que pueden ser tristeza, apatía, avaricia, codicia, lujuria, orgullo o ira. Si estas emociones son lo suficientemente dolorosas, uno está dispuesto a pisotear tanto los derechos y necesidades de los demás como el bienestar propio con tal de escaparse del dolor. Esto es lo que conduce al comportamiento que llamamos pecado personal. Es el síntoma de una enfermedad. La enfermedad es el sistema del “falso yo”, es decir, la acumulación de los programas emotivos de felicidad que fueron iniciados en la tierna infancia y que se expandieron hasta llegar a ser centros de energía alrededor de los cuales giran los pensamientos, sentimientos, reacciones, manera de pensar, motivación y comportamiento de cada uno.  Llegamos a la plena conciencia autoreflexiva invadidos por una sensación de estar separados de nosotros mismos, de los demás y de Dios. Nos sentimos más o menos solos en medio de un universo potencialmente hostil.
Al aproximarnos a la edad del razonamiento, nuestra conciencia se enfrenta con una encrucijada: de una parte, un deseo vehemente de madurar y de aceptar las obligaciones que esto trae consigo; de otra, el temor a un aumento de responsabilidad y a los sentimientos de culpa que estas conllevan. Jesús se dirige precisamente a este dilema de la humanidad, cuando en la temporada litúrgica de cuaresma proclama “Arrepentíos, que el Reino de Dios está aquí”.
La palabra “arrepentirse” significa cambiar la ruta donde se está buscando la felicidad. La llamada al arrepentimiento es una invitación para que reconozcamos nuestros programas de felicidad basados en necesidades instintivas, y cambiarlos. Este es el programa fundamental de la Cuaresma. Año tras año, a medida que se avanza en el camino espiritual, se hacen más notorias las influencias destructivas que ejercen esos programas de felicidad, y en la misma proporción aumenta el deseo de cambiarlos. Así es como se inicia y se lleva a cabo el proceso de conversión. La culminación de este proceso es la experiencia de la resurrección interior que se celebra en el misterio de la Pascua de Resurrección.
La liturgia de Cuaresma comienza con las tentaciones de Jesús en el desierto, que se dirigen a las tres áreas de necesidades instintivas que todo ser humano experimenta durante su crecimiento. Jesús es tentado a que recurra a la magia, un símbolo de seguridad, para satisfacer su apetito carnal, en lugar de recurrir a Dios; a tirarse del pináculo del templo que le dará fama de milagroso; y a postrarse y adorar a Satanás con el fin de recibir como recompensa el poder absoluto sobre todas las naciones del mundo. Seguridad, admiración, poder, típicamente esas son las tres áreas donde las tentaciones atacan nuestros programas falsos de felicidad.
El verdadero crecimiento humano incorpora todo lo bueno del nivel más primitivo de conciencia cuando asciende a niveles más elevados. Lo único que queda atrás son las “limitaciones” de los niveles anteriores. Para un ser humano en el que el deseo de seguridad no ha sido moderado por la razón, nunca tendrá suficiente seguridad, por más que acumule riqueza y poder. De la misma manera, la persona que no ha ajustado su deseo de ser querido y admirado, puede llegar a necesitar una semana de vacaciones y muchos tranquilizantes para recuperarse de la herida de un comentario o de una crítica a su persona que llegue a sus oídos.
A continuación se cita una parábola que viene de otra tradición religiosa, que puede iluminarnos sobre lo que es el arrepentimiento desde el punto de vista cristiano.
A un maestro de la religión Sufí se le había extraviado la llave de su casa, y la buscaba ansiosamente en el jardín fuera de su casa, revisando cuidadosamente cada hojita de la hierba. Llegaron sus discípulos y le preguntaron al maestro qué le sucedía. – He perdido las llaves de mi casa-, respondió el maestro. – Quiere que le ayudemos a encontrarla?- le preguntaron. – Encantado de que me ayuden- contestó él. Al oír esto, los discípulos se hincaron de rodillas y comenzaron también a repasar la hierba, hoja por hoja, para ver si encontraban la llave. Al cabo de varias horas uno de los discípulos preguntó, - Maestro, ¿tiene idea del lugar donde pudo haber perdido la llave? Él le respondió, - Claro que sí, la perdí dentro de la casa-. Los discípulos se miraron con gran asombro. – Entonces, ¿por qué la está buscando aquí?- exclamaron. El maestro les respondió, - ¡Porque fuera hay más luz!-.
Esta parábola está dirigida a la condición humana. A todos se nos ha extraviado la llave de la felicidad y la estamos buscando fuera de nosotros, donde es imposible encontrarla. Y la buscamos fuera porque es más fácil, más placentero, y hay más luz, aparte de que estamos más acompañados. Cuando nos proponemos encontrar felicidad por medio de los símbolos de seguridad y supervivencia, aprecio y afecto, y poder y control, podemos estar seguros de que muchas personas nos ayudarán, por la sencilla razón de que todo el mundo está haciendo lo mismo. Pero cuando buscamos la llave en donde realmente existe la posibilidad de encontrarla, nos vamos a hallar muy solos, abandonados por amigos y parientes que perciben algo amenazante en la búsqueda en que estamos empeñados. Una de las pruebas más duras en el camino espiritual es no tener el apoyo de nadie, o lo que es peor, encontrar oposición.
Cuando oímos la llamada de Cristo y nos decidimos a seguir sus huellas, muy pronto vamos a descubrir que aquellos programas que creemos que nos van a traer felicidad son totalmente opuestos a la escala de valores contenida en el Evangelio que deseamos adoptar. El sistema del “falso yo” no se desploma inerte cuando se lo exigimos. Pablo describe su experiencia de forma penetrante: “no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero”.
La batalla entre el viejo Yo y el nuevo Yo es un tema constante en el Nuevo Testamento. El “falso yo” puede adaptarse muy rápidamente a nuevas circunstancias, siempre y cuando no tenga que cambiar. Lo que hace entonces es manifestarse en un egocentrismo radical que se expresa por medio de diversas actividades humanas: en bienes materiales tales como riquezas y poder; en satisfacciones de orden emotivo tales como amistades; en objetivos intelectuales tales como un doctorado; en objetivos sociales tales como prestigio y posición social; en aspiraciones religiosas tales como ayuno y actos piadosos; y hasta en compromisos espirituales tales como la oración, la práctica de las virtudes y muchos ministerios de diversa índole.
El Evangelio nos invita a que nos responsabilicemos totalmente de nuestra vida emotiva. Tenemos la tendencia de culpar a otras personas o a circunstancias exteriores por el torbellino que experimentamos, cuando en verdad las mismas emociones aflictivas nos confirman que el problema lo llevamos dentro. Si no nos responsabilizamos de nuestros programas equivocados de felicidad en el ámbito de nuestro subconsciente y tomamos medidas para cambiarlos, nos van a dominar hasta el fin de nuestras vidas. Mientras estos programas estén funcionando dentro de nosotros, nos impedirán oír los gemidos de los demás pidiendo ayuda, puesto que los filtramos a través de nuestras propias necesidades emotivas, reacciones y valores preconcebidos.
El corazón del ascetismo cristiano y –la labor de la Cuaresma- es enfrentarse con los valores inconscientes que están ocultos detrás de los programas emotivos y “cambiarlos”. De ahí la necesidad de la disciplina de la oración contemplativa y de la acción que le sigue.



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