“El tiempo se ha
cumplido y el Reino de Dios ha llegado;
convertíos y creed
en la Buena Nueva”.
(Mc. 1, 12-15)
De
nuevo hay un largo período de preparación (Cuaresma, cuarenta días) antes de la
festividad principal, que es la Pascua de Resurrección.
La
Pascua de Resurrección, con su gracia de resurrección interior, es la curación
radical de la condición humana. La Cuaresma, que nos prepara para esta gracia,
trata lo que necesita curación.
De
acuerdo con la evidencia que nos proporciona la psicología del desarrollo, cada
ser humano recapitula las etapas preracionales del desarrollo hacia la plena
conciencia reflexiva, por las cuales ha pasado la humanidad entera en su
ascenso evolutivo. Durante sus primeros seis meses, el niño está sumergido en
la naturaleza y no tiene noción de ser una entidad independiente. A medida que
el niño comienza a diferenciar su propio cuerpo de lo que le rodea, su vida
emotiva se concentra alrededor de sus impulsos por obtener seguridad y
supervivencia, afecto y estima, y poder y control. Las imágenes, reacciones
emotivas y el comportamiento gravitan alrededor de estas necesidades
instintivas y crean programas que el ser
humano ha elaborado y defiende a toda costa porque cree que le traerán la
felicidad (o le evitarán la infelicidad). Esto es lo que llamamos centros
de energía. Cuando el niño recibe el don de expresarse verbalmente, empieza a
interiorizar los valores de los padres, de sus compañeros y de la sociedad que lo
rodea, llegando a imaginarse, a valorarse y a apreciarse a sí mismo de acuerdo
a los valores y expectativas del grupo.
Cuanto
más el niño se sienta privado de la satisfacción de sus necesidades
instintivas, tanto más empleará su energía en elaborar programas emotivos
diseñados para satisfacer alguna o todas esas necesidades. Cuando estos programas de felicidad se frustran, surgen
instantáneamente emociones aflictivas que pueden ser tristeza, apatía,
avaricia, codicia, lujuria, orgullo o ira. Si estas emociones son lo
suficientemente dolorosas, uno está dispuesto a pisotear tanto los derechos y
necesidades de los demás como el bienestar propio con tal de escaparse del
dolor. Esto es lo que conduce al comportamiento que llamamos pecado personal. Es el síntoma de una enfermedad. La
enfermedad es el sistema del “falso yo”, es decir, la acumulación de los
programas emotivos de felicidad que fueron iniciados en la tierna infancia y
que se expandieron hasta llegar a ser centros de energía alrededor de los
cuales giran los pensamientos, sentimientos, reacciones, manera de pensar,
motivación y comportamiento de cada uno.
Llegamos a la plena conciencia autoreflexiva invadidos por una sensación
de estar separados de nosotros mismos, de los demás y de Dios. Nos sentimos más
o menos solos en medio de un universo potencialmente hostil.
Al
aproximarnos a la edad del razonamiento, nuestra conciencia se enfrenta con una
encrucijada: de una parte, un deseo vehemente de madurar y de aceptar las
obligaciones que esto trae consigo; de otra, el temor a un aumento de
responsabilidad y a los sentimientos de culpa que estas conllevan. Jesús se
dirige precisamente a este dilema de la humanidad, cuando en la temporada
litúrgica de cuaresma proclama “Arrepentíos,
que el Reino de Dios está aquí”.
La palabra “arrepentirse” significa cambiar la ruta
donde se está buscando la felicidad. La llamada al arrepentimiento
es una invitación para que reconozcamos nuestros programas de felicidad basados
en necesidades instintivas, y cambiarlos. Este
es el programa fundamental de la Cuaresma. Año tras año, a medida que se
avanza en el camino espiritual, se hacen más notorias las influencias
destructivas que ejercen esos programas de felicidad, y en la misma proporción
aumenta el deseo de cambiarlos. Así es como se inicia y se lleva a cabo el
proceso de conversión. La culminación de este proceso es la experiencia de la
resurrección interior que se celebra en el misterio de la Pascua de Resurrección.
La
liturgia de Cuaresma comienza con las tentaciones de Jesús en el desierto, que
se dirigen a las tres áreas de necesidades instintivas que todo ser humano
experimenta durante su crecimiento. Jesús es tentado a que recurra a la magia,
un símbolo de seguridad, para satisfacer su apetito carnal, en lugar de
recurrir a Dios; a tirarse del pináculo del templo que le dará fama de
milagroso; y a postrarse y adorar a Satanás con el fin de recibir como
recompensa el poder absoluto sobre todas las naciones del mundo. Seguridad, admiración, poder, típicamente
esas son las tres áreas donde las tentaciones atacan nuestros programas falsos
de felicidad.
El
verdadero crecimiento humano incorpora todo lo bueno del nivel más primitivo de
conciencia cuando asciende a niveles más elevados. Lo único que queda atrás son
las “limitaciones” de los niveles anteriores. Para un ser humano en el que el
deseo de seguridad no ha sido moderado por la razón, nunca tendrá suficiente
seguridad, por más que acumule riqueza y poder. De la misma manera, la persona
que no ha ajustado su deseo de ser querido y admirado, puede llegar a necesitar
una semana de vacaciones y muchos tranquilizantes para recuperarse de la herida
de un comentario o de una crítica a su persona que llegue a sus oídos.
A
continuación se cita una parábola que viene de otra tradición religiosa, que
puede iluminarnos sobre lo que es el arrepentimiento desde el punto de vista
cristiano.
A
un maestro de la religión Sufí se le había extraviado la llave de su casa, y la
buscaba ansiosamente en el jardín fuera de su casa, revisando cuidadosamente
cada hojita de la hierba. Llegaron sus discípulos y le preguntaron al maestro
qué le sucedía. – He perdido las llaves
de mi casa-, respondió el maestro. –
Quiere que le ayudemos a encontrarla?- le preguntaron. – Encantado de que me ayuden- contestó él. Al oír esto, los
discípulos se hincaron de rodillas y comenzaron también a repasar la hierba,
hoja por hoja, para ver si encontraban la llave. Al cabo de varias horas uno de
los discípulos preguntó, - Maestro,
¿tiene idea del lugar donde pudo haber perdido la llave? Él le respondió, - Claro que sí, la perdí dentro de la casa-.
Los discípulos se miraron con gran asombro. –
Entonces, ¿por qué la está buscando aquí?- exclamaron. El maestro les
respondió, - ¡Porque fuera hay más luz!-.
Esta
parábola está dirigida a la condición humana. A todos se nos ha extraviado la llave de la felicidad y la estamos
buscando fuera de nosotros, donde es imposible encontrarla. Y la buscamos
fuera porque es más fácil, más placentero, y hay más luz, aparte de que estamos
más acompañados. Cuando nos proponemos encontrar felicidad por medio de los
símbolos de seguridad y supervivencia, aprecio y afecto, y poder y control,
podemos estar seguros de que muchas personas nos ayudarán, por la sencilla
razón de que todo el mundo está haciendo lo mismo. Pero cuando buscamos la llave en donde realmente existe la posibilidad de
encontrarla, nos vamos a hallar muy solos, abandonados por amigos y parientes
que perciben algo amenazante en la búsqueda en que estamos empeñados. Una
de las pruebas más duras en el camino espiritual es no tener el apoyo de nadie,
o lo que es peor, encontrar oposición.
Cuando
oímos la llamada de Cristo y nos decidimos a seguir sus huellas, muy pronto
vamos a descubrir que aquellos programas que creemos que nos van a traer
felicidad son totalmente opuestos a la escala de valores contenida en el
Evangelio que deseamos adoptar. El sistema del “falso yo” no se desploma inerte
cuando se lo exigimos. Pablo describe su experiencia de forma penetrante: “no hago el bien que quiero, sino que obro
el mal que no quiero”.
La
batalla entre el viejo Yo y el nuevo Yo es un tema constante en el Nuevo
Testamento. El “falso yo” puede adaptarse muy rápidamente a nuevas
circunstancias, siempre y cuando no tenga que cambiar. Lo que hace entonces es
manifestarse en un egocentrismo radical que se expresa por medio de diversas
actividades humanas: en bienes materiales tales como riquezas y poder; en
satisfacciones de orden emotivo tales como amistades; en objetivos
intelectuales tales como un doctorado; en objetivos sociales tales como
prestigio y posición social; en aspiraciones religiosas tales como ayuno y
actos piadosos; y hasta en compromisos espirituales tales como la oración, la
práctica de las virtudes y muchos ministerios de diversa índole.
El Evangelio nos
invita a que nos responsabilicemos totalmente de nuestra vida emotiva. Tenemos la
tendencia de culpar a otras personas o a circunstancias exteriores por el
torbellino que experimentamos, cuando en verdad las mismas emociones aflictivas
nos confirman que el problema lo llevamos dentro. Si no nos responsabilizamos de nuestros programas equivocados de
felicidad en el ámbito de nuestro subconsciente y tomamos medidas para
cambiarlos, nos van a dominar hasta el fin de nuestras vidas. Mientras
estos programas estén funcionando dentro de nosotros, nos impedirán oír los
gemidos de los demás pidiendo ayuda, puesto que los filtramos a través de nuestras
propias necesidades emotivas, reacciones y valores preconcebidos.
El corazón del
ascetismo cristiano y –la labor de la Cuaresma- es enfrentarse con los valores
inconscientes que están ocultos detrás de los programas emotivos y “cambiarlos”. De ahí la
necesidad de la disciplina de la oración contemplativa y de la acción que le
sigue.
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