EL MÉTODO DE ORACION HESICASTA
Según la enseñanza del padre Serafín del Monte Athos
Un
joven filósofo llegó al Monte Athos. Una liturgia vivida en su ciudad le había
inspirado el deseo de pasar algunos días en el Monte Athos, con ocasión de sus
vacaciones en Grecia, para saber un poco más sobre el método de la oración de
los hesicastas, esos silenciosos a la búsqueda de "hesychia", es decir, de paz interior.
Si
bien había leído varios libros sobre la meditación y la oración, no había
rezado verdaderamente ni practicado una forma particular de meditación y lo que
pedía en el fondo no era un discurso más sobre la oración o la meditación sino
una "iniciación" que le permitiera vivirlas y conocerlas desde dentro
por experiencia y no sólo de "oídas".
El
padre Serafín tenía una reputación ambigua entre los monjes de su entorno.
Algunos le acusaban de levitar, otros de que gritaba y gemía, algunos le
consideraban como un campesino ignorante, otros como un venerable staretz
inspirado por el Espíritu Santo y capaz de dar profundos consejos así como de
leer en los corazones.
Cuando
se llegaba a la puerta de su eremitorio, el padre Serafín tenía la costumbre de
observar al recién llegado de la manera más impertinente: de la cabeza a los
pies, durante cinco largos minutos, sin dirigirle ni una palabra. Aquellos a
quienes ese examen no hacía huir, podían escuchar el áspero diagnóstico del
monje:
- En usted no ha descendido más abajo del mentón.
- De usted, no hablemos. Ni siquiera ha entrado.
-
Usted... no es
posible... qué maravilla. Ha bajado hasta sus rodillas...
Hablaba del
Espíritu Santo y de su descenso más o menos profundo en el hombre. Algunas
veces a la cabeza, pero no siempre al corazón ni a las entrañas... El hombre
perfecto, el hombre transfigurado era para él el habitado todo entero por la
presencia del Espíritu Santo de la cabeza a los pies.
El joven
filósofo no estaba aún ahí. El Espíritu Santo sólo había encontrado paso en él
"hasta el mentón". Cuando pidió al padre Serafín que le hablase de la
oración del corazón y de la oración pura según Evagrio Póntico, el padre
Serafín comenzó a gemir. Esto no desanimó al joven, que insistió. Entonces el
padre Serafín le dijo:
- "Antes de hablar de la oración del corazón,
aprende primero a meditar como la montaña...".
Y le mostró
una enorme roca:
-
"Pregúntale
cómo hace para rezar. Después vuelve a verme".
Meditar como una montaña
Así comenzó para el joven una verdadera iniciación al método de oración hesicasta. La primera meditación que le habían propuesto se refería a
la estabilidad, al enraizamiento de un buen cimiento.
En efecto, el primer consejo que se puede dar al que quiere
meditar no es de orden espiritual sino físico: siéntate. Sentarse como una montaña quiere decir tomar peso, estar
grávido de presencia. Una mañana sintió realmente lo que quería decir
meditar como una montaña. Estaba allí con todo su peso, inmóvil. Las montañas
tienen un tiempo distinto, otro ritmo. Estar sentado como una montaña es tener
la eternidad delante, es la actitud justa para el que quiere entrar en la
meditación: saber que está la eternidad detrás, adentro y delante de sí.
Se quedó así varias semanas. Lo más duro era
pasar varias horas “sin hacer nada”. Era menester volver a aprender a estar,
simplemente estar, sin objeto ni motivo. Meditar como una montaña era la
meditación misma del Ser, “del simple hecho de Ser”, antes de cualquier
pensamiento, cualquier placer o dolor.
Meditar como una montaña había modificado
igualmente el ritmo de sus pensamientos. Había aprendido a “ver” sin juzgar,
como si diese a todo lo que crece en la montaña “el derecho de existir”.
Un día, unos peregrinos, impresionados por la calidad de su
presencia, le tomaron por un monje y le pidieron la bendición. Al enterarse de
esto, el padre Serafín comenzó a molerle a golpes… El joven empezó a gemir.
– Menos mal, creía que te habías hecho tan estúpido como los
guijarros del camino… La meditación hesicasta tiene el enraizamiento, la
estabilidad de las montañas, pero su objetivo no es hacer de ti un tocho muerto
sino un hombre vivo.
– Ahora ya no se trata de meditar como una
montaña estéril. Aprende a meditar como una amapola, aunque no olvides por eso
la montaña.
Meditar como una amapola
Así fue como el joven aprendió a florecer.
La meditación es ante todo un cimiento y eso es lo que le había
enseñado la montaña. Pero la meditación es también una “orientación” y es lo que ahora le enseñaba la amapola: volverse
hacia el sol, volverse desde lo más profundo de sí mismo hacia la luz. Hacer de
ello la aspiración de toda su sangre, de toda su savia.
Aprendió también que para permanecer bien
orientada, la flor debía tener el tallo erguido. Comenzó, pues, a enderezar su
columna vertebral.
Esto le planteaba algunas dificultades porque había leído en
ciertos textos de la filocalia que el monje debía estar ligeramente curvado,
con la mirada vuelta al corazón y las entrañas.
Cuando pidió una explicación al padre Serafín, los ojos del
staretz le miraron con malicia.
– Eso era para los forzudos de otros tiempos. Tú más bien tienes
necesidad de energía y, por tanto, en el tiempo de la meditación, enderézate,
estate vigilante, ponte derecho vuelto hacia la luz, pero sin orgullo… Por otro
lado, si observas bien la amapola, te enseñará no sólo el enderezamiento del
tallo sino además una cierta flexibilidad bajo las inspiraciones del viento y
también una gran humildad.
En efecto, la enseñanza de la amapola consistía
también en su fugacidad, en su fragilidad. Había que aprender a florecer pero
también a marchitarse.
La montaña le había enseñado el sentido de la
eternidad, la amapola le enseñaba la fragilidad del tiempo: meditar es conocer
lo Eterno en la fragilidad del instante, un instante recto, bien orientado. Es
florecer el tiempo en que se nos ha dado florecer, amar en el tiempo en que se
nos ha dado amar, gratuitamente, sin por qué; puesto que ¿por qué florecen las
amapolas?
Aprendía así a meditar “sin objeto ni
beneficio”, por el placer de ser y de amar la luz. “El amor tiene en sí mismo
su propia recompensa”, decía San Bernardo. “La rosa florece porque florece, sin
por qué”, decía también Angelus Silesius.
El padre Serafín comenzó a sacudir a nuestro filósofo y de nuevo
le cogió por el brazo. Lo llevó por un camino abrupto hasta el borde del mar, a
una pequeña cala desierta.
– Deja ya de rumiar como una vaca el sentido de las amapolas.
Adquiere también el corazón marino. Aprende a meditar como el océano.
Meditar como el océano
El joven se acercó al mar. Había adquirido un
buen cimiento y una orientación recta; estaba en buena postura. ¿Qué le
faltaba? ¿Qué podía enseñarle el chapoteo de las olas?. En efecto, el viejo monje le había
aconsejado meditar “como el océano” y no como el mar. Conocía ya el arte de poner de acuerdo
su respiración con la gran respiración de las olas. Inspiro, expiro… y luego
soy inspirado, soy expirado. Me dejo llevar por el soplo como alguien que se
deja llevar por las olas. Hacía el muerto, llevado por el ritmo de las
respiraciones del océano. La gota de
agua, que en otro tiempo “se desvanecía en el mar”, guardaba hoy su forma, su
consciencia. La gota de agua
conservaba su identidad y sin embargo sabía “ser una” con el océano. De este
modo el joven aprendió que meditar es
respirar profundamente, dejar ir el flujo y reflujo del aliento.
Aprendió igualmente que aunque hubiese olas en
la superficie, el fondo del océano seguía estando tranquilo. Los pensamientos
van y vienen, nos llenan de espuma, pero el fondo del ser permanece inmóvil.
Meditar a partir de las olas que somos para perder pie y echar raíces en el
fondo del océano. Se acordaba de las palabras de un poeta que le habían
impresionado en su adolescencia: “La existencia es un mar lleno
de olas que no cesan. De este mar la gente normal sólo percibe las olas. Mira
cómo de las profundidades del mar aparecen en la superficie innumerables olas
mientras que el mar queda oculto en ellas”.
Hoy el mar le parecía menos “oculto en las olas”, la unidad de
las cosas parecía más evidente sin que esto aboliera la multiplicidad. Tenía
menos necesidad de oponer el fondo y la forma, lo visible y lo invisible. Todo
constituía el océano único de su vida.
En el fondo de su alma, ¿no estaba el ruah,
el pneuma, el gran
soplo de Dios?
– El que escucha atentamente su respiración, le dijo entonces el monje Serafín, no
está lejos de Dios. Escucha quién es, ahí, al final de tu expiración, quién
está en el origen de tu inspiración.
Meditar como un pájaro
– Estar sobre un buen cimiento, estar orientado hacia la luz, respirar
como un océano no es todavía la meditación hesicasta, le dijo el padre Serafín; ahora debes aprender a meditar
como un pájaro.
Y le llevó a una pequeña celda cercana a su eremitorio donde
vivían dos tórtolas. El arrullo de los dos animalitos le pareció de momento
encantador, pero no tardó en ponerle nervioso. Parece que escogían el momento
en que caía dormido para arrullarse con las palabras más tiernas. Preguntó al
viejo monje qué significaba todo aquello y si esa comedia iba a durar mucho. La
montaña, la amapola, el océano, podían pasar (aunque uno pueda preguntarse qué
hay de cristiano en todo ello), pero proponerle ahora este pájaro lánguido como
maestro de meditación era demasiado.
El padre Serafín le explicó que en el Antiguo Testamento la meditación
se expresa con la raíz traducida en general al griego por m‚l‚t‚ – meletan – y en latín por meditari-meditatio.
En su forma primitiva la raíz significa “murmurar
a media voz”. Igualmente se emplea para designar gritos de animales, por
ejemplo el rugido del león (Is 31,4), el piar de la golondrina y el canto de la
paloma (Is 38,14), pero también el gruñido del oso.
– En el monte Athos no hay osos. Por eso te he traído junto a
una tórtola, pero la enseñanza es la misma. Hay que meditar con la garganta, no
sólo para acoger el aliento, sino para murmurar el nombre de Dios día y noche…
Cuando eres feliz, casi sin darte cuenta canturreas, murmuras a veces palabras
sin significado y ese murmullo hace vibrar todo tu cuerpo con una alegría
sencilla y serena. Meditar es murmurar como una tórtola, dejar subir ese canto
que viene del corazón, como tú has aprendido a dejar que suba a ti el perfume
de la flor… Meditar es respirar cantando. Sin quedarnos mucho en su
significado, te propongo que repitas, murmures, canturrees lo que está en el
corazón de todos los monjes del monte Athos: “Kyrie eleison, Kyrie eleison… “
Esto no le gustaba mucho al joven filósofo. En algunas bodas o
entierros lo había oído traducido por: “Señor, ten piedad”.
El monje se puso a sonreír:
– Sí, es uno de los significados de esta invocación, pero hay
otros muchos. Quiere decir también “Señor, envía tu Espíritu”, “que tu ternura
esté sobre mi y sobre todos”, “que tu nombre sea bendito”, etc., pero no
busques demasiado el sentido de la invocación. Ella se te revelará por sí
misma. De momento sé sensible y estate atento a la vibración que despierta en
tu cuerpo y en tu corazón. Procura armonizarla apaciblemente con el ritmo de tu
respiración. Cuando te atormenten tus pensamientos recurre suavemente a esta
invocación, respira más profundamente, mantente erguido y conocerás el comienzo
de la hesiquia, la paz que da Dios sin engaño a los que le aman.
Al cabo de algunos días el “Kyrie eleison” se le hizo más
familiar. Le acompañaba como el zumbido acompaña a la abeja cuando hace la
miel. No lo repetía siempre con los labios. El zumbido se hacía entonces más
interior y su vibración más profunda.
El “Kyrie eleison”, cuyo sentido había renunciado a “pensar”, le
conducía a veces al silencio desconocido y se encontraba en la actitud del
apóstol Tomás cuando descubrió a Cristo resucitado: “Kyrie eleison”, mi Señor
es mi Dios.
La invocación le llevaba poco a poco a un clima de intenso
respeto por todo lo que existe. Pero también de adoración por lo que está
oculto en la raíz de toda existencia.
El padre Serafín le dijo entonces:
– Ya no estás lejos de meditar como un hombre. Tengo que
enseñarte la meditación de Abraham.
Meditar como Abraham
Hasta aquí la enseñanza del staretz era de
orden natural y terapéutico. Según el testimonio de Filón de Alejandría, los
antiguos monjes eran “terapeutas”. Más que conducir a la iluminación, su papel
consistía en curar la naturaleza; ponerla en las mejores condiciones para que
pudiera recibir la gracia, que no contradecía la naturaleza sino que la
restauraba y cumplía. La montaña,
la amapola, el océano, el pájaro, eran otros tantos elementos de la naturaleza
que recuerdan al hombre que debe ir más lejos, recapitular los diferentes
niveles del ser o incluso los diferentes reinos que componen el macrocosmos: el
reino mineral, el reino vegetal, el reino animal…
A menudo el hombre ha perdido el contacto con
el cosmos, con la roca, con los animales y esto ha provocado en él desazones,
enfermedades, inseguridades, ansiedad. La persona humana se siente “de más”,
extranjera en el mundo.
El hombre es el lugar en que la oración del mundo toma
consciencia de ella misma; está para nombrar lo que balbucean las criaturas.
Con la meditación de Abraham entramos en una consciencia nueva y más alta que
se llama fe, es decir, la adhesión de la inteligencia y del corazón en ese “tú”
que se transparenta en el tuteo múltiple de todos los seres.
Esa es la experiencia de Abraham: detrás del titilar de las
estrellas hay algo más que estrellas, una presencia difícil de nombrar, que
nada puede nombrar y que sin embargo posee todos los nombres.
Es algo más que el universo y que sin embargo no puede ser
aprehendido fuera del universo. La diferencia que hay entre el azul del cielo y
el azul de una mirada, más allá de todos los azules. Abraham iba a la búsqueda
de esa mirada.
Después de haber aprendido el cimiento, el enraizamiento,
la orientación positiva hacia la luz,
la respiración apacible de los océanos,
el canto interior, el joven estaba
invitado a despertar el corazón. “He
aquí que de repente tú eres alguien”.
Lo propio del corazón es, en efecto, personalizarlo todo y en
este caso, personalizar al Absoluto, la fuente de todo lo que es y respira,
nombrarlo, llamarle “mi Dios, mi Creador” e ir en su Presencia. Para Abraham
meditar es mantener bajo las apariencias más variadas el contacto con esta
Presencia. Meditar como Abraham, decía el padre Serafín, es “practicar
la hospitalidad: el vaso de agua que das al que tiene sed no te aleja del
silencio con que te acerca a la fuente. Meditar como Abraham, ya lo entiendes,
no sólo despierta en ti paz y luz sino también el amor por todos los hombres”.
Meditar como Abraham es interceder por la vida
de los hombres, no ignorar su corrupción pero sin embargo no desesperar jamás
de la misericordia de Dios.
Meditar como Abraham lleva aún más lejos… esto puede llevar hasta el sacrificio… y le citó el pasaje del
Génesis en que Abraham se muestra dispuesto a sacrificar a su propio hijo
Isaac:
– Todo es de Dios, murmuró el padre
Serafín, Todo es de El, por El y para
El. Meditar como Abraham te lleva a una total desposesión de ti mismo y de lo
que te es más querido… Busca lo que valoras más, lo que identifica tu yo… Para
Abraham era su hijo único. Si eres capaz de esta donación, de ese abandono
moral, de esa confianza infinita en lo que trasciende toda razón y todo sentido
común, todo te será devuelto centuplicado. “Dios proveerá”.
Meditar como Abraham es adherirse por la fe a lo que trasciende
el universo, es practicar la hospitalidad, interceder por la salvación de todos
los hombres. Es olvidarse de uno mismo y romper los lazos más legítimos para
descubrirnos a nosotros mismos, a nuestros prójimos y al universo habitado por
la infinita presencia del “Único que es”.
Meditar como Jesús
El padre Serafín se mostraba cada vez más
discreto. Notaba los progresos que hacía el joven en su meditación y oración.
Un día, el joven fue hacia él y le preguntó:
– Padre ¿por qué no me hablas nunca de Jesús? ¿Cómo era su
oración, su forma de meditar?. En la liturgia y en los sermones sólo se habla
de él. En la oración del corazón, tal como se describe en la filocalia, hay que
invocar su nombre. ¿Por qué no me dices nada de eso?.
El padre Serafín pareció turbarse, como si el joven le
preguntara algo indecente, como si tuviera que revelar su propio secreto.
Cuanto más grande es la revelación recibida, más grande debe ser nuestra
humildad para transmitirla. Sin duda no se sentía tan humilde:
– Eso sólo el Espíritu Santo te lo puede enseñar. «Quién es el
Hijo lo sabe sólo el Padre; quién es el Padre, lo sabe sólo el Hijo y aquél a
quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 22). Tienes que hacerte hijo para
rezar como el Hijo y tener, con quien él llama su Padre, las mismas relaciones
de intimidad que él, y esto es obra del Espíritu Santo. El te recordará todo lo
que Jesús ha dicho. El evangelio se hará vivo en ti y te enseñará a rezar como
hay que hacerlo.
El joven insistió.
– Pero dime algo más.
El viejo sonrió: Meditar
como Jesús recapitula todas las formas de meditación que te he transmitido
hasta ahora.
Jesús es el hombre cósmico… sabía meditar como la montaña, como
la amapola, como el océano, como la paloma. Sabía meditar como Abraham. Su
corazón no tenía límites, amando hasta a sus enemigos, sus verdugos: “Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen”. Practicando la hospitalidad con los
que se llamaban enfermos y pecadores, los paralíticos, las prostitutas, los
colaboracionistas… Por la noche se retiraba a orar en secreto y allí murmuraba
como un niño “abba”, que quiere decir “papá”…
Dios y el hombre se hacen una sola cosa… quizás hace falta que
alguien te haya llamado “papá” en la oscuridad para comprenderlo… Pero tal vez
hoy estas relaciones íntimas de un padre y una madre con su hijo ya no
signifiquen nada. Quizás sea una mala imagen. Por eso yo prefería no decirte
nada, no usar imágenes y esperar a que el Espíritu Santo pusiera en ti los
sentimientos y el conocimiento de Jesucristo para que ese “abba” no saliera de
la punta de los labios sino del fondo de tu corazón. Ese día empezarás a
comprender lo que es la oración, la meditación de los hesicastas.
Ahora vete.
El joven se fue. Volvió a su país. Lo encontraron más delgado y
no vieron nada espiritual en su barba, más bien sucia, ni en su aspecto más
bien descuidado… Pero la vista de su ciudad no le hizo olvidar la enseñanza de
su staretz.
Cuando estaba muy agobiado, sin nada de tiempo, se sentaba como
una montaña en la terraza del café. Cuando sentía en él orgullo o vanidad, se
acordaba de la amapola (“toda flor se marchita”) y de nuevo su corazón se
volvía hacia la luz que no pasa nunca.
Cuando la tristeza, la cólera, el disgusto, invadía su alma,
respiraba profundamente, como un océano, volvía a tomar aliento en el soplo de
Dios, invocaba su nombre y murmuraba: “Kyrie Eleison”.
Cuando veía el sufrimiento de los seres humanos, su maldad y su
impotencia para cambiar nada, se acordaba de la meditación de Abraham.
Cuando le calumniaban, cuando decían de él todo tipo de
infamias, era feliz meditando con Cristo…
Exteriormente era un hombre como los demás. No intentaba tener “aire de
santo”…
Había olvidado incluso que practicaba el método de oración hesicasta; simplemente intentaba amar a Dios cada momento y caminar en su
presencia.
Daniel
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