El trabajo, la
agitación, las llamadas, los compromisos… Todo parece conjurarse para sacarnos
de nosotros mismos. Fuera al fin, que es donde solemos estar, la pregunta
¿quién soy? –que siempre, siempre resuena– no obtiene respuesta. Nos afanamos
entonces para llenarnos de más trabajo y más agitación, de más compromisos y
carreras, de más idas y venidas, mensajes, llamadas, recados, citas… Todo con
tal de no escuchar esa pregunta insoportable y reincidente: ¿quién soy?,
¿adónde voy?, ¿qué sentido tiene el mundo? Pero esa pregunta, formulada como la
formulemos, siempre está ahí, latiendo a cada rato, escondida tras las
esquinas. En un rostro con el que nos cruzamos, en un segundo en que parece que
no pasa nada, en el ruido de la calefacción, en el goteo de un grifo o en un
despertador que suena… ¿Quién eres? ¿Adónde vas? ¿Qué haces aquí? ¿Qué estás
haciendo de tu vida? Todo para saber una sola cosa: ¿soy amado?, ¿tengo derecho
a existir?
Finalmente algo
sucede. Finalmente nos detenemos. Quizá sólo un minuto. Quizá dos o tres o unos
pocos segundos. Entonces la pregunta suena claramente y, al fin, nos rendimos.
¡Qué bello es ese momento de la rendición! ¡Qué hermoso cuando bajamos las
armas y, desnudos, nos rendimos a esa evidencia que es la vida y que tanto nos
obstinamos por cubrir!
La vida, ese es
todo el misterio. El miedo, ese es todo nuestro problema. Meditamos para no
escaparnos de la vida. Para escuchar esa pregunta. Para dejarla latiendo, como
si estuviera viva. Meditamos para aprender a parar la máquina de los deseos y
el motor de los pensamientos. Para hacer un alto en la carrera. Para ponernos
en sintonía con el universo, ésta sí que es una bonita definición de
meditación. Para darnos cuenta de que formamos parte de un todo, de una
realidad superior.
Meditamos para
saber que no estamos solos, para comprender que aun en la más estricta soledad
estamos en comunión. Para unirnos al canto de la Creación, tan inaudible como
estruendoso, para comprender que el miedo es un fantasma y que no tiene ninguna
razón. También meditamos para recomponer los fragmentos en que nos hemos
dispersado a lo largo del día. O de la noche. Y para ver y escuchar al
misterio, que es tan discreto como potente. Y para experimentar una alegría
profunda, sin motivo. Meditamos para despertar del sueño, para descubrir que
somos luminosos. Para sacar lo mejor que tenemos. Para ser lo que somos. Para
no estar separados y sentir que todo, hasta lo aparentemente peor, es bueno.
Meditamos para rendir culto a la confianza, para habitar serenamente en la
oscuridad, para contemplar ese ¿quién soy? como quien ve volar a una mariposa.
El
trabajo, la agitación, las llamadas, sí… Pero también las mariposas.
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