Como casi todo el mundo, también
yo ando siempre persiguiendo lo que me agrada y rechazando lo que me repele.
Estoy un poco harto de vivir así: atraído o repelido, corriendo en pos de algo
o, por el contrario, alejándome de ello todo lo posible. Una existencia que
discurre tomando y repudiando termina por resultar agotadora, y me pregunto si
no sería posible vivir sin imponer a la vida nuestras preferencias o
aversiones.
Es a esto precisamente a lo que
llama la meditación: a no imponer a la realidad mis propias filias o fobias, a
permitir que esa realidad se exprese y que pueda yo contemplarla sin las gafas
de mis aversiones o afinidades. Se trata de tener el receptáculo que yo soy
cuanto más limpio mejor, de modo que el agua que se vierta en él pueda distinguirse
en toda su pureza. Sería estupendo ver algo sin pretensiones, gratuitamente,
sin el prisma del para mí. Es posible, hay gente que lo ha hecho. ¿Por qué yo
no?
Más que uno con el mundo, lo que
queremos es que el mundo se pliegue a nuestras apetencias. Nos pasamos la vida
manipulando cosas y personas para que nos complazcan. Esa constante violencia,
esa búsqueda insaciable que no se detiene ni tan siquiera ante el mal ajeno,
esa avidez compulsiva y estructural es lo que nos destruye. No manipular, limitarse
a ser lo que se ve, se oye o se toca: ahí radica la dicha de la meditación, o
la dicha sin más, para qué calificarla.
Me gusta o no me gusta: es así
como solemos dividir el mundo, exactamente como lo haría un niño. Esta
clasificación no solo resulta egocéntrica, sino radicalmente empobrecedora y, en
último término, injusta. Por difundido que esté vivir persiguiendo lo que nos
agrada y rehuyendo lo que nos desagrada, semejante estilo de vida hace de la
vida algo agotador. Lo que nos disgusta tiene su derecho a existir; lo que nos
disgusta puede incluso convenirnos y, en este sentido, no parece inteligente
escapar de ello. Bajo una apariencia desagradable, lo que nos disgusta tiene
una entraña necesaria. Por medio de la meditación se pretende entrar en esa
médula y, al menos, mojarse los labios con su néctar.
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